Sucede que mis relaciones más intensas nunca han sido con mis novios. Y no quiero hablar de lo que pasa con ellos, sino de los otros.
Por ejemplo, Javier.
Nos conocimos porque la vida quería enseñarme que hay hombres que verdaderamente valen la pena; hombres que no serían míos, según ella. Yo le agradezco porque hoy Javier es más mío que de cualquiera de sus exnovias o de su futura mujer.
Sobre nuestras concepciones de la vida debo decir que muy pocas veces coincidimos. Creo que nunca llegamos a un punto de acuerdo en nuestras perspectivas sociopolíticas. Y de las religiosas y sentimentales, ni hablar. Sin embargo, las diferencias ideológicas constituían la única distancia real que soportábamos.
Cualquiera podría asegurar que nuestra relación era circunstancial y superficial. Y esa era nuestra estrategia. No queríamos que los delirios paranoides de su noviecita perfecta se materializaran en mí; él porque la amaba a ella y yo porque lo amaba a él.
Nos creímos tanto nuestro juego que cada llamada y cada encuentro tenían un motivo más absurdo que el anterior, aunque ambos lo supiéramos. Y ahí estábamos engañándonos, tratando de ocultar que nos hacíamos falta, que nos necesitábamos. Entonces, todo lo que sentíamos empezó a desbordarnos, hasta que descubrimos que nuestro lenguaje corporal decía más que nuestras palabras. Nosotros podíamos decirnos todo, sin decirnos nada.
Habíamos creado un contrato implícito donde ninguno pronunciaba una sola palabra en relación con la vida privada del otro. No era necesario; nos sabíamos, nos leíamos en la voz y los ojos del otro. No necesitábamos explicaciones en una relación que parecía construida de muchas vidas atrás. Si él nunca quiso pronunciar una palabra, yo nunca necesité oírla.
Y ése ha sido el curso de la relación por más de siete años.
Con el paso del tiempo, hemos aprendido a compartir situaciones que sólo pasan por la imaginación de unos pocos y sobre las cuales no hay más pruebas que nuestros recuerdos; esos que se infiltran en mis sueños y me despiertan con una sonrisa en el rostro y abejas en la matriz.
No puedo más que odiarlo cuando en noches como ésta siento que todo él se me desvanece entre los dedos, que la distancia no es tan frágil como yo desearía, sino que se nos acentúa en ese tenernos-sin-tenernos; pero también están las otras noches, en las que no me importa saber que cualquier día se irá con otra e intentará ser feliz, quizás porque sé que esos espacios, lejos de separarnos, nos acercan.
Y están todas las noches —como ésta, como la de ayer o como la de mañana—, en las que sólo puedo decir que, sea cual sea la distancia que nos separe, yo seguiré ahí, dispuesta a dar mi vida por él.
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