¡Ah, pimentones rellenos! Cómo los odiaba. Y el día anterior, había tenido que comer costillas de cerdo en salsa de pimentón. Nunca le habían gustado los pimentones. De pequeña, su abuela la obligaba a comérselos. También sucedía así con las berenjenas, las remolachas, los rábanos y cualquier verdura. Sin embargo, siempre se comía todo aunque no le gustara.
Había sido criada en medio de una familia tradicionalista, de valores conservadores, donde todas las cosas debían hacerse de modos precisos. Y aunque su proyecto de vida —trazado cuidadosamente por su abuela desde que tenía apenas cinco años— no tenía pasos específicos, sí tenía un procedimiento, simple pero efectivo, una regla inquebrantable: reprimir y sonreír.
Pero las verduras no eran lo único que detestaba. Estaba completamente insatisfecha con su vida aparentemente perfecta. No le gustaba vestirse tan elegante, ni le gustaba maquillarse. No disfrutaba madrugar de lunes a sábado y detestaba hacer deporte los domingos. Ni hablar de su irritante profesión, tampoco de su desesperante trabajo. No le interesaba en lo más mínimo compartir tiempo con sus padres y menos con su orgullosa abuela. Se odiaba toda.
Y odiaba tener que interactuar con sus compañeros de trabajo.
—¿Puedo?
Tampoco soportaba la gente que se sentaba en su mesa, sin su permiso explícito.
—Marcela, ¿verdad? De contabilidad. ¿Cómo estás? Soy Karen, de diseño. Una vez pasaste por mi oficina, ¿recuerdas?
—No —respondió Marcela con la tranquilidad de quien sabe mentir y con la experticia de quien toda su vida misma es una gran mentira—. No recuerdo, es una empresa grande.
Karen era una mujer de unos veintisiete años, de figura estilizada, que parecía muy alta gracias a los tacones de nueve centímetros que siempre usaba. Y por supuesto, era el tipo de personaje que a Marcela no le gustaba. Quizás, de todos sus compañeros de trabajo, Karen era con la que menos le hubiera gustado almorzar. Durante todo el almuerzo, Karen sólo hablaba y hablaba mientras Marcela reprimía-sonreía y aparentaba disfrutar de sus pimentones rellenos y de su compañía. Una vez terminaron, volvieron a trabajar.
Pocas horas más tarde, Karen apareció en la oficina de Marcela.
—Hola.
—¿Sí?
—Nada, es que pasaba por aquí y me preguntaba... si te gustaría pasar esta noche por mi apartamento. Como es viernes, decidí hacer una reunión en mi casa con algunos compañeros, no muchos, como para compartir en otro espacio que no sea esta oficina. Sería un buen momento para socializar, ¿sabes? Además, disfruté mucho esta tarde contigo durante el almuerzo y, pues, se me ocurrió que podrías acompañarnos. ¿Qué te parece?
Marcela dudó sólo por una fracción de segundo. Después de todo, no se llega lejos si no es tragándose todo lo que se piensa y haciendo todo aunque no nos guste. Como comerse los pimentones rellenos.
—Sí, podría ser.
Esa noche, incómoda como nunca pero mostrándose segura como siempre, Marcela asistió a la reunión. En realidad, no eran más de diez personas incluyéndolas a ellas dos.
Quizás hablaron de cosas importantes. O quizás hablaron de cosas irrelevantes, quién sabe. Pero para poder soportar la aburrida tertulia de sus compañeros, Marcela debió tomar un par de tragos. En algún momento, Karen se acercó a su oído y le dijo:
—Acompáñame.
La tomó de la mano, subieron las escaleras y entraron al cuarto de la anfitriona. Karen cerró la puerta con candado mientras invitaba a Marcela a ponerse cómoda.
Estando bastante sobria a pesar de los tragos, Marcela no podía comprender qué sucedía. No porque realmente no entendiera qué estaba pasando, sino porque jamás imaginó estar en esa situación. Y es que Karen, su detestable compañera de oficina —y qué mala suerte que precisamente la que más odiaba de todos—, se le estaba insinuando. No podía ser más irreal, ni podía ser más insoportable. Pero con cada prenda que veía caer al suelo, Marcela se comprobaba a sí misma más despierta, más consciente. Cuando la vio desnuda y prácticamente encima de ella, ya no cabía ninguna duda: Karen intentaba seducirla.
"¿Y por qué no?", pensó Marcela resignada, "después de todo, siempre termino comiéndome lo que no me gusta".
Sonrió.
Nunca su abuela podría haber estado más orgullosa.
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