La vida me ha enseñado que hay al menos dos tipos de orgullo: el primero, aquel que raya en la sobradez, ese exhibicionista que necesita que todo el mundo lo vea; y, el segundo, ese que tiende a ser tímido, es decir, el orgullo que sientes por dentro y no es necesario presumir, ese que con que tú lo sientas es suficiente. Y aquel día yo estaba llena del último, no tenía la necesidad de decirle a nadie cómo me sentía y punto; mi orgullo y yo éramos uno solo y nadie tenía por qué saberlo: éramos cómplices y ser cómplices era nuestro secreto.
Orgullosa guardé mis cosas y, justo cuando yo estaba allí, dispuesta a levantarme de mi silla con la frente en alto, la vi a ella caminando levitando hacia la puerta. La fulana se sentía bastante orgullosa de su presentación y eso se le notaba en los ojos, la sonrisa, la forma de caminar; sólo que apostaría mi cabeza a que ella no se esforzó mucho. "Algunas personas tienen talentos innatos", pensé. Y ella era una de esas personas que nacen con la estrella, que el simple hecho de nacer las hace grandes. Ese tipo de personas que no necesitan mover un dedo para triunfar, que con sólo desearlo tendrían el mundo entero de rodillas a sus pies. "Algunas personas tienen talentos innatos", era el eco en mi pensamiento, mientras ella salía altiva del lugar. "¿Qué talento tiene esa vieja?" El talento para tener todos los talentos, ese que no se pierde por no entrenarlo, ese que te permite ser quien quiera que tú quieras ser, ese reservado para las grandes biografías que llenan los libros de historia, ese que acaba con el miserable orgullo de los demás mortales.
Y ahí estábamos mi orgullo y yo, agonizando, observándola salir triunfante pero discreta, con la estrella en la frente y su talento entre las piernas.