21 de abril de 2014

Muerte

Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino; pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia. Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento.

—Auster, P. (1982). La invención de la soledad (Trad. M. E. Ciochini). Bogotá: Seix Barral.

21 de marzo de 2014

Equilibrio

Cuando hablé con Adriana, estaba sumida en un estado de tristeza como nunca antes la había visto. Con la voz entrecortada me dijo que había llorado toda la noche anterior. Los pocos minutos que logró conciliar el sueño estuvieron saturados de pesadillas —cercanas a la realidad, insistió— donde lloraba sin poderse contener.

No se parecía en nada a la Adriana de tres días atrás, que lucía radiante, orgullosa, segura. La Adriana inmersa en la cotidianidad de una agenda social apretada pero exquisita. Yo la envidiaba. Yo quería que todos mis álter ego fueran Adrianitas que iban por el mundo extasiadas de felicidad y buena vida.

Verla en esa situación me impactó. Comprendí que la felicidad es una delgada línea, un frágil equilibrio que se hace pedazos con el más suave de los movimientos. Y mientras la escuchaba entendí también la magnitud del esfuerzo para mantener ese equilibrio durante mucho tiempo. Porque llega un día en que toda esa energía no es suficiente y necesita renovarse. Una renovación siempre amarga, siempre intensa.