21 de marzo de 2014

Equilibrio

Cuando hablé con Adriana, estaba sumida en un estado de tristeza como nunca antes la había visto. Con la voz entrecortada me dijo que había llorado toda la noche anterior. Los pocos minutos que logró conciliar el sueño estuvieron saturados de pesadillas —cercanas a la realidad, insistió— donde lloraba sin poderse contener.

No se parecía en nada a la Adriana de tres días atrás, que lucía radiante, orgullosa, segura. La Adriana inmersa en la cotidianidad de una agenda social apretada pero exquisita. Yo la envidiaba. Yo quería que todos mis álter ego fueran Adrianitas que iban por el mundo extasiadas de felicidad y buena vida.

Verla en esa situación me impactó. Comprendí que la felicidad es una delgada línea, un frágil equilibrio que se hace pedazos con el más suave de los movimientos. Y mientras la escuchaba entendí también la magnitud del esfuerzo para mantener ese equilibrio durante mucho tiempo. Porque llega un día en que toda esa energía no es suficiente y necesita renovarse. Una renovación siempre amarga, siempre intensa.

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