La conocí un día cualquiera. Un maldito día cualquiera. Sus actitudes me resultaban molestas y las cosas se tornaron difíciles desde ese primer día, pero, por razones que ya no importan, teníamos que interactuar demasiado. Por ese motivo, intenté restringirme a un trato amable, el mínimamente necesario para que no obstaculizara mi trabajo, sin embargo, me encontraba frente a uno de esos personajes que son ávidos de afecto, que viven de su interacción con otros. Y debo agregar que yo nunca he sido lo suficientemente asertiva como para decirle a alguien que se muera, sin que me mande a comer mierda. Yo sólo asentía y seguía mirando hacia cualquier punto indefinido, tratando de entrar en un trance que me desviara a meditaciones más interesantes conmigo misma.
Con el paso del tiempo y debido a su insistencia, me vi obligada a responder con algo más que monosílabos e interjecciones, por lo que tuve que empezar a escucharla con más atención. Sus historias siempre resultaban poco creíbles y visiblemente sesgadas. Concluía forzándome a darle un consejo, a lo que yo respondía diciéndole cualquier cosa que pareciera tener alguna coherencia semántica.
La situación se fue volviendo rutinaria. Después de conversar sobre asuntos de trabajo, procedía a contarme sus problemas —siempre los mismos: quejas inventadas que más parecían desesperados intentados por demostrarme que su vida era perfecta—; sin embargo, mis no muy elaboradas opiniones sobre sus preocupaciones imaginarias resultaban ignoradas con frecuencia. Sólo le gustaba oírse a sí misma y necesitaba de alguien más para reafirmarse en su propia vida.
De esa manera, mi actitud y mis sentimientos hacia ella fueron cambiando; empecé a sentir que todo cuanto tenía era producto de mis esfuerzos y no de los suyos. Además, estaba invadiendo mis círculos sociales —'apropiándose de' sería una expresión más adecuada—. Su vida era una composición en donde cada pieza era perfecta, pero eso era algo que no le pertenecía: era algo que sólo yo merecía, que sólo yo sabría valorar. Y así, pensar en esa mujer se convirtió en un acto del más puro masoquismo.
Para ser consecuente con mis pensamientos, empecé a alejarme. Le demostraba que sus comentarios me eran indiferentes, que no me interesaba para nada saber de su vida y, por si fuera poco, mis conversaciones incluían palabras sarcásticas, a veces ofensivas. Pero cuanto más trataba de distanciarme, más y más se acercaba a mí; me estaba asfixiando. La veía seis de los siete días de la semana, entre siete y nueve horas a diario. Las circunstancias eran insoportables. Comprendí que más profundo que cualquier sentimiento es el desprecio que se aloja en lo más oscuro de tus vísceras. La detestaba, la odiaba más a cada segundo que la veía.
Un día descubrí la causa del problema: me consideraba su mejor amiga. Su única y mejor amiga. Desde entonces veo todo desde otra perspectiva: siempre me ha necesitado; ambas sabemos que soy su único apoyo. Sé que si un día decido irme, quedará destruida y nadie estará para ayudarla porque esa persona que siempre ha estado a su lado soy yo. Siento lástima de pensar en cómo será ese momento, pero debió preverlo; a mí, por ejemplo, eso nunca me pasaría porque si hay algo de lo que siempre me aseguro es de no actuar como ella: jamás me permitiría rodearme de personas como yo.
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